Cuando estaba en la media entré al equipo de básquetbol del colegio. Un colegio malo, con el cemento de la cancha dramáticamente picado, un gimnasio de cerámica —es que es para los actos, nos dijo una vez el inspector—, y con los aros chuecos. La profe que nos entrenaba era de una paciencia maternal y condescendiente. Nos decía que hiciéramos lo que pudiéramos. Ella tampoco sabía jugar básquetbol y no le pagaban esas horas que se quedaba con nosotros después de clases, así que nos enseñó lo básico: qué es un rebote, cuántos pasos se pueden dar hasta llegar al aro, quién distribuye la pelota. Como todos los equipos, a veces ganábamos y a veces perdíamos. Y cuando perdíamos, más que por nuestra escasa instrucción teórica y práctica (para nada en desmedro de esa profesora por la que hasta el día de hoy me siento agradecido, por supuesto), era porque sufríamos de una indisciplina que rayaba en lo grosero. Faltábamos a entrenamientos para ir a jugar a la pelota, gente se metía al equipo porque nos dejaban salir antes de clases para ir a jugar los campeonatos municipales, y a veces aprovechaban ese vuelo para hacer la cimarra y no aparecer ni a las clases ni a los partidos. Creo, eso sí, que no perdimos ninguno por walkover.
En esa época, sin embargo, me encantaba darle bote a la pelota. Nunca se me dio de manera excepcional, pero en los años en que tuve todos los días esa naranja gigante entre las manos, llegué a pulir algunas cosas. El básquetbol es un deporte muy físico y muy técnico. Exige cardio y fuerza. Después de los 30, lo normal es llegar a ponerse hielo en las rodillas o los tobillos cuando termina una pichanga. Pero bueno, retomo el camino. En esa época un gran amigo y compañero en la escasa disciplina, el Bichon, llegó al colegio con unas Nike Flight. Recuerdo haberlas visto en Falabella: el logo rojo que solo dibujaba la silueta del swoosh, la conjunción de blancos y negros, y la pequeña camarita de aire en el talón. Una vez, amarrándose las zapatillas, me dijo que por ese modelo habían inventado la palabra flaite. Según su teoría, ampliamente difundida entre amantes de la moda, esa zapatilla era una especie de característica insigne que les había cedido, generosamente, su nombre.
Un flaite es esencialmente una persona irrespetuosa y excéntrica. El sello nostálgico de esta década nos hace pensar en los flaites del 2008, esos que usaban lentes de sol de cristales redondeados, jockeys con ventilación, guayaberas de dragones asiáticos o samuráis, o camisetas piratas de Matías Fernández en el Villarreal, con una 14 de los blancos sublimada a cuerpo completo detrás del auspiciador principal, Aeroport Castello. De buzos o chores deportivos tres cuartos, y calzando alguna Nike Shox, generalmente las NZ.
La especulación sobre el origen de la palabra es imaginativa y ha sido bien respaldada. El profesor Jaime Campusano, por ejemplo, aseguraba en un reportaje de Las Últimas Noticias que Jordan era el verdadero responsable de la palabra flaite. Que el basquetbolista, una figura pop venerada en los noventa, había modificado sus zapatillas poquito antes de que comenzaran los dos mil. Que habían elevado sus plataformas y les habían puesto más colores. Así se habían convertido en un objeto de deseo de los extravagantes. Entonces, para él, el paso de flight a flaite era algo esperado y natural.
Sin embargo, en la versión del profe hay algunas cosas que, tal vez, sería bueno aclarar y que podrían demostrar que ese paso no fue, necesariamente, natural. Probablemente no supiera, por ejemplo, que la primera Jordan fue lanzada en 1984 y que, por mucho tiempo, sus modelos siguieron una secuencia numérica y lineal: después de las Jordan I vinieron las Jordan II, y así —hace poco el ítalo-gringo de los Magic, Paolo Banchero, estrenó las Jordan 39—. La cosa es que esa línea de Jordan, las secuenciales, fueron pensadas para jugar. En paralelo, comenzaron a sacar modelos retro, zapatillas de tecnología obsoleta y que demostraban conocimiento de básquetbol y cultura urbana. Ahí fue donde aparecieron las Jordan Flight, pero esa es una línea más bien menor, y son zapatillas de colores sobrios que reimaginan modelos antiguos con un par de particularidades, aunque su excentricidad llega hasta un sencillo broche.
La segunda mitad de los noventa, en realidad, se inauguraba con las Jordan XII en 1996, un modelo que se hizo famoso porque Jordan las llevaba en los pies cuando le metió 38 puntos a los Utah Jazz con casi 40° de fiebre. A esas alturas, las primeras Nike Air Flight, lanzadas el ‘89, ya habían quedado atrás.
Otra cosa que los pensadores del lenguaje como el profe Campusano estaban dejando atrás en la ecuación, es que las Flight no son un modelo, son una línea completa. Parece un alcance menor, pero en realidad no lo es tanto, si pensamos que no había un modelo único al que asociar la zapatilla. Si bien algunas de las Flight tenían su propio nombre en la lengüeta, o eran coronadas con una F gigante, pronto el logo de la línea también vivió sus propios cambios. Por una temporada hasta fueron un par de alitas cruzadas. Démonos, entonces, el mismo derecho a especular que se tomaron quienes bautizaron a los flaites, y digamos que habría sido muy difícil identificarlas mediante un objeto con tantas variaciones, como pueden serlo muchísimos pares de zapatillas. ¿Qué tienen que ver unas Flight ’89 con unas Flight Lite, con unas Flight Dime Dropper, con unas Air Direct Flight? En términos de apariencia, al menos, nada. Es como un chiste en el que cuatro pares de zapatillas que nada tienen que ver entre sí entran a un ascensor.
El mismo año que conocí esas Air Flight, me acuerdo de unos compañeros de curso que comentaban que los flaites se habían ganado un premio de moda por tener el mejor estilo. La expresión ahora suena un poco chistosa. No es como que Vogue haya venido a Chile y haya dicho “tráiganme a todos los hueones flaites para darles un premio”. Nunca busqué, en realidad, la noticia. Pero según lo que pude entender, una revista de moda los había particularizado como una tribu urbana y destacado como una de las corrientes con rasgos y características más particularmente atractivas. Hoy me encuentro con la noticia de hace catorce años, que dice que la revista Colors, de Benetton, los puso en un listado de modas interesantes, recalcando que ser flaite significa miedo, respeto y poder.
Entonces, en esa época la fascinación por los flaites, su origen y la ensalada de cosas que traían encima no era algo nuevo. Hasta algunos escritores los sacaban a colación, y se daba lugar a desafortunadas discusiones públicas con el ánimo satisfactorio de los acuerdos. Como cuando en el 2012, la UDD hizo su seminario Chile país de flaites, donde Marco Antonio de la Parra, por ejemplo, decía que a lo flaite era algo estrictamente chileno, y que a Alexis Sánchez se le había pasado en el Barcelona. En palabras del dramaturgo: un club de caballeros.
No lo mencioné antes, pero probablemente el significado de Flight no sea un secreto. Podría traducirse, literalmente, como volar. Ahí hay una metáfora con la cuestión de las Nikes. Te pones estas zapatillas y vuelas, eres bueno para el básquetbol. Pero, como muchas otras palabras, volar también tiene más de una lectura: otras teorías muy repartidas por las conversaciones sobre el origen de los flaites dice que es porque son volados —aunque en una traducción literal, serían flyers y no flaites—. Hay personas que no identifican al flaite de los noventa como alguien excéntrico y de patrones variados y marcas exclusivas de ropa, sino más bien como un marihuanero de apariencia desgarbada. Algo más cercano al Peterete o al señor Marzo del famoso comercial de Santander. Entonces, según quienes defienden esta teoría —y qué curioso es pensar a estas alturas que este término tenga tantas teorías sobre su origen y significado—, el origen de ser flaite era andar volado todo el día. Y, como todas o casi todas las palabras, se fue desplazando gradualmente hasta llegar a personas cuyo aspecto encajara con el estereotipo de turno de los delincuentes. Eso, y el lamentablemente obvio prejuicio de clase que se dibuja alrededor de los conceptos de drogas, pobreza y delincuencia.
Pero tranquilitos por las piedras, que aún no aterrizamos. Si vamos a la gloriosa Wikipedia, madre de todas las primeras consultas, portadora del anillo de la sabiduría, célebre repositorio de los doctos volúmenes, la entrada para flaite se cuelga de las palabras de Darío Rojas para proponer la teoría, desde mi punto de vista, más literal y tirada de las mechas: sugiere que flaite siempre fue, en realidad, un término usado para hablar de lanzas internacionales. Y que su nombre venía, literalmente, de su característica de tomar vuelos para ir a trabajar a países como España o Alemania. Flaite, entonces, es el que vuela para ir a robar.
Y la cosa se pone todavía más misteriosa y primitiva si nos ponemos a revisar la historia previa. En el disco 20 cuecas con salsa verde, del Trío Los Parra, que lanzaron en 1967, nos pillamos una canción que se llama Flaites del puerto, en que hablan de gente que «no le agacha el moño a nadie» y «es muy respetada».
En 1967 Nike todavía era una guagua (nació en 1964) y apenas estaba comenzando a incursionar en zapatillas para correr. De hecho todavía faltaban cinco años para que aparecieran las Bruin, sus primeras zapatillas de básquet.
Una vez, carreteando en la casa de una jefa, ella nos contó que su suegro era ruso. Y que le encantaba venir a Chile. Que cuando venía, salía a comer y se curaba como tagua. Que siempre que estaba enfermo de curado, le decía a ella, su nuera: «lo mejor de Chile es el sour peruano». Nos reímos y estuvimos, mayoritariamente, de acuerdo. A lo mejor la variación más valiente fue decir que no era el sour, sino la comida peruana.
Ahora, pienso que me gustaría reformular ese chiste. Y decir que lo mejor que Perú le ha dado a Chile es la palabra flaite. De tanto retroceder, y ya en los sesentas, se hace bien difícil que el concepto venga de la cultura popular o de esos roces entre el siglo XX y el XXI. O sea, Nano Parra no tenía una máquina del tiempo para ir a Valparaíso, observar a los flaites y volver a su casa a tiempo para tomar once y escribir una cueca.
Escribiendo este texto, me encontré con un paper que comenta la existencia de un volumen llamado Diccionario ejemplificado de chilenismos (DECh), escrito por tres profesores: Félix Morales Pettorino, Óscar Muñoz Mejías, y Juan Peña Álvarez. En el paper, hablan del diccionario de Morales Pettorino —cuyo PDF, desafortunadamente, no pude encontrar—. Al parecer, su texto también incluye la palabra flaite, y toma ejemplos de 1968, 1970 y 1975. Casi tan antiguo como la cueca de los Parra.
Según el Diccionario ejemplificado… el término flaite, en realidad, viene de faite. Casi igual, pero sin la ele. Una palabra usada en Perú para hablar de gente matona, altanera, irrespetuosa y, sorpresivamente, también elegante. Faite sería algo así como una pronunciación deficiente de la palabra en inglés fighter, que podemos traducir literalmente como luchador. Y era aún más literal de lo que se pensaba: la usaban a principio del siglo XX para hablar de la gente buena para los combos y los cuchillazos. Algo así como campeones de las peleas de caballeros. Los faites eran personajes realmente complejos. Se agarraban a combos y eran buenos para tomar, pero también infundían cierto respeto auténtico. Al parecer, adherían a códigos de conducta que les daban una especie de honorable dignidad, y que hasta los cuicos del Perú de principios del siglo pasado los querían.
Según ese mismo paper que mencioné un poco más arriba, el término faite habría llegado al coa chileno, y le puso la ele después de la efe, como para decorar esa torta con una guinda.
Todas estas siguen siendo, sin embargo, especulaciones. Los hechos concretos son que, si volvemos a pensar en un flaite ahora, probablemente se nos venga a la mente la misma imagen de la guayabera de Samurái X y las Shox NZ. En caso de que la teoría del faite sea real, me gusta pensar que nos regalaría algo aún más iluminador que conocer la puerta por la que entró la palabra. Nos entregaría, además, el conocimiento de la atemporalidad. Lo curioso que resulta que dos términos con un siglo de separación se lleguen a definir de la misma manera. Por supuesto que en el Perú de principios del XX no había Nike Shox y probablemente las prendas en las que salpicase sangre fueran camisas de lino y zapatos de cuero, sin embargo, cada vez que mencionamos la palabra flaite o faite, nuestro cerebro nos arroja una especie de fundamento compartido: personas excéntricas y lúdicamente irrespetuosas, con evidentes tendencias al enfrentamiento y estereotípicamente relacionadas con el mundo delictual. Sujetos con un código al que han decidido suscribir y que, sin embargo, pueden falsearse o replicarse.
Lo que nos ofrecen teorías como la de las Flight o los lanzazos internacionales, es que un concepto se identifica y de inmediato se le otorga una palabra. Las cosas son asignadas. Por su parte, el cruce con el bajo mundo del antiguo Perú prende una linterna. Nos dice que las palabras, en el fondo, son tan maleables como aquello que hemos decidido nombrar, y que los sujetos y las cosas a las que les damos ese nombre no son más que los contenedores de las palabras en movimiento, siempre listas para un trasplante de macetero.
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